El pasado 28 de julio los grupos parlamentarios del PSOE y Unidas Podemos presentaron ante la mesa del Congreso de los Diputados una proposición conjunta de ley en la que se concretan los detalles de los gravámenes temporales sobre determinadas empresas energéticas y entidades de crédito anunciados por el Presidente del Gobierno durante el reciente debate sobre el Estado de la Nación. Pocos días después del anuncio publiqué una entrada en este blog argumentando que la introducción de impuestos a la carta sobre los supuestos beneficios extraordinarios de sectores determinados suele ser mala idea porque atenta contra el principio de igualdad y compromete la seguridad jurídica, que es un ingrediente imprescindible para el buen funcionamiento de una economía de mercado. A la vista de los detalles de la propuesta y el procedimiento elegido para tramitarla, el argumento de mi nota anterior sigue siendo plenamente válido y los motivos de preocupación aumentan.
Retórica aparte, la norma renuncia incluso a ligar los nuevos gravámenes con la cuantía de los supuestos beneficios extraordinarios que en principio los justifican, convirtiéndolos así en exacciones claramente arbitrarias desde cualquier perspectiva. Tal arbitrariedad constituye el principal problema de un texto que viene a decir a ciertos bancos y energéticas a ti te toca poner tres mil millones y a ti cuatro mil, porque lo digo yo. Esto tiene muy mal encaje en un estado de derecho y no es, seguramente, la mejor forma de convencer a nadie de que invierta en España.
Si la proposición de ley se aprueba sin cambios de calado y supera los seguros recursos judiciales a los que dará lugar, se sentarán dos precedentes muy preocupantes que permitirían a cualquier mayoría de gobierno asignar a dedo a sectores (o incluso agentes) específicos cargas o exacciones de cuantía muy significativa, así como interferir con el libre funcionamiento de empresas y mercados para intentar prefijar por ley el reparto efectivo de la carga de un impuesto (o cualquier otra partida de coste) con independencia de las condiciones de mercado, que son las que generalmente determinan la incidencia real de tales shocks en una economía no planificada.
El grueso del texto se dedica a una extensa exposición de motivos en la que se intenta justificar el establecimiento de los nuevos gravámenes. En esencia, se argumenta que estos son un elemento importante del llamado Pacto de Rentas, imprescindible para asegurar una distribución equitativa de los costes de la inflación causada por la Guerra de Ucrania entre los distintos sectores productivos y los distintos estamentos de la sociedad española. Las nuevas exacciones aportarían recursos necesarios para financiar ayudas a los sectores más afectados y los colectivos más vulnerables, cuyos costes no llegan a cubrirse por completo con el incremento automático de la recaudación generado por la inflación. Se argumenta, además, que resulta razonable que tales recursos provengan de los dos sectores citados porque se considera que son los que “se pueden ver más beneficiados por la escalada de precios” a través de un aumento de sus márgenes (exposición de motivos de la proposición, p. 6)
El argumento, sin embargo, no se sostiene. En primer lugar, los autores de la proposición demuestran tener una forma un tanto peculiar de entender los pactos, como algo que puede alcanzarse sin el acuerdo de sus partes. En el momento en el que la Proposición fue presentada, el Pacto de Rentas no existía y ni siquiera se había hecho un esfuerzo medianamente creíble por empezar a negociarlo con los interlocutores sociales y la oposición — y así seguimos en el momento de escribir estas líneas. No existe, por tanto, un amplio acuerdo social y político sobre el reparto de los costes de la crisis del que se derive la proposición de ley. Más bien al contrario, la tentativa del Gobierno de imponer unilateralmente, sin negociación o consulta previa, un determinado reparto de costes, arbitrariamente sesgado, además, en contra de dos sectores específicos, es lo más opuesto a la filosofía de un pacto de rentas que quepa imaginar y sólo puede dificultar su consecución. En segundo lugar, no se ofrecen razones mínimamente consistentes para apoyar la tesis de que los nuevos gravámenes no son exacciones arbitrarias sino contribuciones proporcionadas en algún sentido. En esencia, el único argumento que se aporta es que los grandes bancos y energéticas incluidos en el IBEX tienen ya “muchos beneficios” (unos 20.000 millones en 2021 en el primer caso y 9.000 en el segundo, según se dice), junto con la suposición, poco argumentada, de que es probable que estos tiendan a aumentar en un futuro próximo (p. 7, exposición de motivos). El volumen total de beneficios, sin embargo, poco nos dice sobre si estos pueden considerarse o no “excesivos” o al menos atípicos. Si los ponemos en relación con el capital invertido, calculando la rentabilidad sobre recursos propios (véase el Gráfico 1), vemos que ni los bancos ni las energéticas están entre los sectores más rentables en 2021. Claramente por delante están la industria, el comercio y la hostelería, con rentabilidades en torno a dos puntos superiores, y más lejos aún el sector de información y comunicaciones, cuya rentabilidad más que duplica la de los sectores bancario y energético.
Finalmente, la postura de los partidos del Gobierno es internamente inconsistente. Si los nuevos gravámenes se conciben como una forma de extraer parte de los beneficios extraordinarios generados por la inflación para financiar políticas redistributivas, ¿no tendría más sentido gravar tales beneficios directamente, una vez se hayan materializado y en cualquier sector en el que lo hagan, en vez de construir una burda aproximación a esta magnitud mediante un gravamen sobre los ingresos (o parte de ellos) de dos sectores específicos elegidos a ojo? Comentario aparte merece, por último, la disposición de la propuesta que prohíbe la repercusión directa o indirecta del gravamen a los clientes de las empresas afectadas y encomienda a la CNMC, con la colaboración del Banco de España en el caso de la banca, vigilar que se cumpla tal prohibición. La disposición en sí no es en absoluto razonable, pues las empresas tienen que poder intentar recuperar sus costes para seguir operando, sujetas a las restricciones que imponga la libre competencia en el mercado y la defensa de la propia competencia. Tratar de impedir por ley la repercusión de los gravámenes supone un atentado difícil de justificar contra la libertad de empresa, que también está protegida constitucionalmente (art. 38, CE). Asegurarse de que el incremento de una partida específica de costes no se traslada es misión imposible,[1] pero establecer la obligación de intentarlo puede abrir una peligrosa vía hacia la interferencia directa con decisiones empresariales en las que el Gobierno no debería inmiscuirse. A estas alturas, deberíamos haber aprendido que intentar suplantar al mercado tampoco es, en general, recomendable.
[1] Si nada más cambiara tras el establecimiento de la prestación, bastaría con comprobar que los beneficios de las empresas afectadas se reducen en la cuantía del gravamen con respecto al año anterior. En la práctica, sin embargo, entre un año y otro cambiarán muchas cosas que afectan a los costes e ingresos de las empresas, algunas de ellas por decisión propia y otras como resultado de shocks exógenos. Para comprobar si la prohibición se cumple, tendríamos que ser capaces de “limpiar” los beneficios de bancos y energéticas de los efectos de todos estos cambios, incluyendo sus propias decisiones sobre cómo repercutir otros costes cuyo traslado no está prohibido. Confieso que yo no sabría por dónde empezar, y tiendo a pensar que mis colegas de la CNMC tampoco. Obligarles a intentarlo podría no ser una buena idea.
Para un análisis más detallado, véase:
de la Fuente, A. (2022). “Comentario a la Proposición de Ley para el establecimiento de gravámenes temporales sobre determinadas empresas energéticas y entidades de crédito.” FEDEA, Colección Apuntes no. 2022-20. Madrid.