Los impuestos llevan casi tres años siendo protagonistas destacados del debate público en España. Primero, por las medidastomadas frente a la COVID, y, más recientemente, por las actuaciones contra la inflación. Se trata, en ambos casos, de intervenciones temporales, similares a las llevadas a cabo en otros países y a las que puede objetarse que, al ser generalizadas (quizás, por no estar preparada la Administración para dirigirlas solo a colectivos determinados), han acabado beneficiando también a quien seguramente no lo necesite, lo que ha elevado su coste. En estas últimas semanas, el Gobierno central ha presentado un paquete fiscal más ambicioso, que se suma a otras disposiciones adoptadas en los últimos años. En estas líneas, quiero compartir una valoración sobre estas medidas. El examen tiene que ser, forzosamente, provisional, porque todavía no se conocen todos los detalles.
España tiene un déficit estructural, es decir, corregido de los efectos del ciclo económico (de los vaivenes de la economía), muy elevado, en el entorno del 3,5% del PIB. Su corrección requiere de la adopción de medidas, tanto por el lado del gasto como de los ingresos públicos. Sin embargo, aunque el paquete fiscal que se ha presentado tiene un efecto agregado sobre la recaudación aparentemente positivo, realmente, está combinando reducciones permanentes de impuestos con incrementos temporales, lo que no ayuda a disminuir ese déficit. Pese al importante aporte de ingresos que está realizando la inflación, sigue estando pendiente una reforma estructural de nuestro sistema fiscal.
La orientación de la reforma es clara: disminuciones de impuestos para la parte baja de la distribución de la renta y la riqueza (aumento de las reducciones en el IRPF para trabajadores y autónomos) e incrementos para la parte alta (elevación de los tipos superiores del ahorro en el IRPF, límites a la compensación de bases imponibles en el Impuesto sobre Sociedades, creación de un impuesto sobre las grandes fortunas). Se trata de una decisión ideológica totalmente legítima, a la que solo hay que pedir, y no es poco, que venga respaldada por una evaluación adecuada de sus posibles costes para los ciudadanos y la economía.
En cuanto al contenido de la iniciativa del Gobierno, llama la atención que ignora, cuando no contradice abiertamente, algunas propuestas y recomendaciones del Libro Blanco sobre la reforma tributaria, encargado por el propio Gobierno. Así, plantea un aumento de los tipos del ahorro en el IRPF, sin evaluar previamente, como sugiere el Libro Blanco, los efectos que haya tenido el incremento de esos mismos tipos que se aplica desde el año pasado; reduce el tipo del Impuesto sobre Sociedades para las pequeñas empresas, que el Libro Blanco no recomienda por sus potenciales efectos sobre el crecimiento empresarial; limita temporalmente la compensación de bases en ese impuesto, lo que retrasa la solución de este problema; o rebaja al 4% el tipo del IVA aplicable a productos de higiene femenina, preservativos y anticonceptivos, lo que no apoya el Libro Blanco porque beneficia a todos los compradores, con independencia de su renta, tiene efectos inciertos sobre los precios e introduce una nueva inequidad con respecto a otros bienes o servicios no favorecidos por la rebaja.
Por lo que respecta al nuevo impuesto estatal de solidaridad sobre las grandes fortunas, en principio, temporal (y que tiene poco que ver con el impuesto propuesto en el programa de Podemos), aunque comparto la necesidad de armonizar los impuestos sobre el patrimonio (IP) y sobre sucesiones y donaciones (ISD), creo que esta no es la forma más adecuada de hacerlo. Entre otras razones, en primer lugar, porque un impuesto es un instituto jurídico que no se puede utilizar para cualquier cosa. Con este nuevo impuesto, quien decide si una persona va a tributar efectivamente por el impuesto estatal, por el autonómico, por ambos o por ninguno, es la comunidad autónoma en la que aquella reside. Además, el impuesto sobre las grandes fortunas pretende resolver el problema de la competencia fiscal irrestricta entre comunidades neutralizando el ejercicio por estas de su competencia para reducir la tributación de los contribuyentes situados en los tramos más elevados. Y lo hace solo en el IP, ya que no se modifican las competencias autonómicas en el IRPF y el ISD. El Libro Blanco ofrece opciones para llevar a cabo la armonización que son menos limitativas, de facto, de la autonomía financiera.
Pero las comunidades autónomas también están participando de este activismo fiscal, anunciando reducciones fiscales, principalmente, en el IRPF y el IP. No hay nada que objetar al ejercicio por las comunidades de su autonomía financiera, siempre que asuman íntegramente sus consecuencias recaudatorias. Esta proliferación de rebajas en los impuestos personales no se debe tanto a los efectos de la competencia fiscal sobre la actividad y los ingresos de las comunidades afectadas, que no serán muy importantes, como a la existencia de una “competencia por comparación” que hace que, si una comunidad reduce sus impuestos, los ciudadanos de las demás comunidades exigirán a sus gobernantes lo mismo, especialmente, en un país como el nuestro en el que, después de tanto tiempo de desarrollo del Estado autonómico, la gente sigue pensando que todos debemos pagar los mismos impuestos, con independencia de dónde residamos. En todo caso, las reformas anunciadas pueden agravar el déficit estructural que también afecta a las comunidades autónomas. De acuerdo con las estimaciones que han realizado Manuel Díaz, Carmen Marín y Diego Martínez para FEDEA, el déficit estructural de las comunidades autónomas en 2021 representa el 0,4% del PIB. En el caso de Aragón, ese déficit es el 0,9% del PIB, solo igualado o superado por La Rioja (0,9%), Murcia (1,5%) y la Comunidad Valenciana (2%). Las comunidades autónomas deberían tomar en consideración estas cifras a la hora de diseñar cambios en su política tributaria.
Foto: Knut-Erik Helle