La necesidad de lograr una descarbonización a mínimo coste

El cumplimiento de los ambiciosos (y necesarios) objetivos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero va a requerir de inversiones muy importantes para cambiar las formas en que generamos y consumimos energía.

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La naturaleza de esas inversiones y los agentes que deben acometerlas es muy variada, pero deben recordarse dos principios económicos básicos de cualquier inversión. El primero es que las inversiones tienen un coste de oportunidad: dedicar recursos a un activo implica no utilizar esos recursos en usos alternativos. Y el segundo es que algunas inversiones son complementarias y otras sustitutivas entre sí.

Un ejemplo de complementariedad serían las inversiones necesarias para el reemplazamiento de un coche con motor de combustión por uno eléctrico y para la instalación de nueva generación renovable que reduzca al máximo las emisiones en la producción de electricidad. Un ejemplo de inversiones sustitutivas sería la elección entre distintas alternativas al coche con motor de combustión: ¿compramos uno eléctrico o uno con pila de hidrógeno? Tomar una decisión desplaza la otra. Esas decisiones individuales implican a su vez, y dependen, de decisiones colectivas: ¿desplegamos una red de carga para coches eléctricos o una red de carga para coches con pila de hidrógeno? Por supuesto, la rentabilidad social del despliegue de una de esas redes no es independiente de lo que ocurra con la otra ni con las decisiones de los consumidores individuales.

La necesidad de valorar cuidadosamente cuál es la cartera de instrumentos de inversión más adecuada para la descarbonización es especialmente relevante cuando se desean destinar importantes inversiones públicas para apoyarla. En España, para alcanzar los objetivos medioambientales en 2030, el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) avanza que se destinarán casi 40.000 millones de euros de financiación pública a lo largo de esta década. En la práctica, estas subvenciones se recogen, en buena parte, en el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (PRTR). Sin embargo, ni el PNIEC ni el PRTR establecen prioridades entre los múltiples instrumentos de descarbonización que proponen con el fin de garantizar que esta se haga al mínimo coste posible para los ciudadanos.

En ese contexto, Fedea ha publicado recientemente un trabajo de Diego Rodríguez (UCM y FEDEA), junto con Jorge Sanz, Óscar Arnedillo y Francisco Álvarez (NERA), en el que se desarrolla una metodología para identificar la cartera óptima de instrumentos de descarbonización, definida como aquella que minimiza el coste social de cumplir los objetivos ambientales fijados. Ese coste depende de la anualidad de las inversiones a acometer, los costes de operación y mantenimiento de esos nuevos activos y el valor monetario neto (el adicional menos el evitado) de la energía y las emisiones de CO2 asociadas a cada instrumento de inversión. Todo ello se pone en relación con las toneladas de CO2 evitadas.

Como se explica detalladamente en el trabajo, el coste social para un determinado nivel de un instrumento depende de los niveles del resto de instrumentos, debido a la complementariedad o sustituibilidad entre ellos, ya comentada. Por ello la metodología propuesta se basa en una minimización conjunta del coste social de los cuatro instrumentos que, además, se somete a tres restricciones que reflejan los objetivos de reducción de emisiones de CO2, de aumento de la generación renovable y de ahorro energético fijados en la normativa europea y en el PNIEC.

El trabajo no se limita a proponer una metodología, sino que la aplica para calcular cuál es la combinación óptima de cuatro posibles instrumentos de inversión que son centrales en la descarbonización del consumo energético, particularmente en el caso de los hogares: generación fotovoltaica, generación eólica, aislamiento térmico de viviendas e instalación de bombas de calor. En los cuatro casos se parte de estimaciones ya existentes de los costes de inversión, operación y mantenimiento de las distintas tecnologías y de los parámetros clave de la generación, consumo y ahorro energético. Todo ello permite valorar los efectos de cambios en los niveles conjuntos de esos cuatro instrumentos sobre cada uno de los tres objetivos propuestos. Esto incluye tanto los efectos directos como los indirectos, siendo estos últimos los que se canalizan a través del equilibrio horario (precios y cantidades) del mercado eléctrico. El análisis, además, tiene en cuenta las diferencias climáticas y de insolación existentes entre las distintas zonas de España.

El ejercicio concluye que es posible reducir el coste social al mismo tiempo que se mejoran los resultados medioambientales mediante una reorientación de los instrumentos de inversión previstos en el PNIEC. Esa reorientación conllevaría una minimización de los esfuerzos en aislamiento térmico de las viviendas y un mayor uso de bombas de calor. En concreto, el aislamiento térmico desaparecería de la cartera óptima en toda la geografía española, mientras que la instalación de bombas de calor se multiplicaría por cinco en relación con las previsiones del PNIEC. Los resultados también indican que las inversiones previstas en el PNIEC en generación fotovoltaica y eólica sí son similares a las inversiones de la cartera óptima.

El resultado sobre el desplazamiento de medidas de aislamiento en favor de la instalación de bombas de calor se reforzaría si se recuerda que 2030 es solo un año de transición hacia el objetivo de largo plazo, situado en 2050, en el que debe lograrse un balance neto nulo de emisiones de gases de efecto invernadero. Esto requerirá la descarbonización total de los consumos energéticos de los hogares, lo que solo es posible mediante el cambio de fuente energética hacia una fuente descarbonizada.

Desde una perspectiva más amplia, el ejercicio lleva a cuestionar la lógica de los objetivos instrumentales (de ahorro energético y penetración de renovables) impuestos por la Comisión Europea que, al introducir restricciones innecesarias en un problema de optimización, sólo pueden reducir el bienestar social. Si no es posible eliminarlas, como sería óptimo, y dado que el fin último es la descarbonización, los Estados Miembros deberían al menos aprovechar toda la flexibilidad que la norma europea permite para centrar sus esfuerzos en aquellos objetivos que mejor aprovechen su ventaja comparativa. En el caso español, eso pasaría por una menor ambición en el objetivo de ahorro energético, lo que o bien permitiría reducir el coste social del objetivo de reducción de emisiones adoptado, o bien ser más exigente en la penetración de renovables y en la reducción de emisiones al mismo coste.   El trabajo incide también en dos consideraciones finales. Por un lado, se indica que la forma óptima de promover la descarbonización a mínimo coste no es mediante subvenciones indiscriminadas, sino mediante una reforma fiscal que evite distorsiones en los precios relativos de las distintas energías. En ese sentido, se señala que si los precios incorporan correctamente los costes incrementales (incluyendo los daños ambientales), entonces los agentes desarrollarán inversiones privadas que estarán alineadas con la minimización del coste social. Por otro lado, se advierte que el estudio incluye dos instrumentos vinculados a la descarbonización de las viviendas (aislamiento térmico y bombas de calor) que, si bien eventualmente pueden integrarse en actuaciones de rehabilitación residencial, no deben confundirse con estas. Evitar esa confusión permite maximizar el uso de los fondos disponibles para la descarbonización, sin mezclar ese fin con otros objetivos deseables pero situados en otro ámbito, como puede ser el de la creación de empleo o la mejora de la habitabilidad y confort de las viviendas. 

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